Capítulo I. El planeta de las coronas


Me dirigía hacia casa después de una tarde movida, cansado y medio borracho, cuando el eje de los pedales de mi bicicleta se rompió. En menos de un segundo ya estaba en el suelo, me había golpeado la cabeza con el suelo. De repente, mientras yacía en el suelo, sentí una sensación extraña, como un aumento de presión y llegaron a mi cerebro una infinidad de conocimientos. Comprendí que algo había penetrado en mi cuerpo. Lo que sucedió era tan simple de comprender como difícil de asumir: un ser extraterrestre entró en mi cuerpo y permaneció dentro mío el tiempo necesario para transmitirme todas sus experiencias, apenas milésimas de segundo, incluso menos.

El ser que llegó a poseerme había llegado procedente de un extraño planeta. Entró en mí y murió casi al acto. Mantuvo la vida el tiempo justo para cruzar su destino con el mío y revelarme la historia de su civilización.

Se trata de una civilización que habita un planeta cuya fuerza gravitatoria es centrífuga. Este planeta se encuentra en una galaxia muy amplia y caótica. Sus planetas y asteroides están formados por materiales diferentes a los nuestros, con la extraña peculiaridad de que cada uno de ellos está formado por un único material, en sus diferentes estados, y con diferentes cúmulos de energía distribuidos de forma dispar.

El planeta en cuestión estaba poblado de vida, siendo el único de la galaxia en haber desarrollado una forma de vida consciente. Estos seres no pueden poblar el resto de los planetas, por la simple razón de que no se componen del mismo material del que están formados y que estos seres necesitan renovar continuamente para sobrevivir. Un material que no existe en otro lugar del universo. Fuera de su planeta, estos seres no pueden alimentarse y se van desintegrando a medida que su energía mengua, al no tener combustible renovado. Nada puede mantenerlos en vida mucho tiempo. El material del que están hechos no podría fusionarse con otra composición química que no sea la propia. Eso fue lo que le sucedió a mi invasor: en un lapso ínfimo de tiempo atravesó galaxias hasta que se topó con una materia extraña -mi cuerpo- que lo acabó de matar, no sin antes depositar su energía y sus conocimientos en mi cerebro.

Los seres que habitan el planeta de mi invasor se componen de un porcentaje alto del material del planeta y un porcentaje menor de energía. Tienen un único sentido que les permite percibir lo que sucede alrededor, de forma análoga a las ondas hertzianas y digitales, pero de una forma irregular e inestable, hasta encontrar el receptor de la comunicación. De algún modo cifran la información, lo que les permite comunicar lo que quieren a los otros seres que elijan e impedir al resto que intercepten la comunicación. Se trataría de una especie de telepatía que dominan a su antojo.

El planeta de mi invasor albergaba una civilización consolidada, y organizada de acuerdo con un sistema de coronas. El centro del planeta goza de una alta concentración del material y alojarse en el centro del planeta es tan placentero como difícil. Difícil por tres motivos: en primer lugar, porque habituarse a la tipicidad de la fuerza gravitatoria y la alta concentración del material en estado gaseoso necesita una adaptación gradual, sin la cual, el cuerpo experimentaría cambios físicos imprevistos; en segundo lugar porque hay que estar consumiendo infinidad de energía para pujar y mantenerse en el centro, y esta energía sólo puede conseguirse con altas dosis de consumo del material en cuestión; en tercer lugar, porque los seres que se alojan en cada una de las coronas tratan de defender su posición para gozar de la concentración que les ofrece su corona, lo que supone, al mismo tiempo, impedir al resto de seres alojarse en su corona.

Cada corona, para entendernos, conforma una comunidad diferente con una identidad y unos códigos propios; cada corona es un país o, más bien una clase social. En las últimas coronas la concentración del material es muy pobre y toda la energía se gasta en buscar más material, navegando con penuria por el vacío buscando “burbujas” de material, que viaja a la deriva, y en mantener la posición sin caer al vacío. El poco material que llega a la corona exterior es el alimento de los seres que por allí merodean. El centro, en cambio, es la opulencia absoluta, la extrema abundancia.

Evidentemente, todos los seres aspiran a penetrar hasta el centro y tratan de impedir al resto avanzar en las coronas, salvo contadas excepciones. Normalmente cada corona dispone de un sistema de vigilancia con puestos organizados que cuentan constantemente con una guardia o policía exterior que, por turnos, se sitúa en el exterior de la corona y extermina a todo aquél que quiera cruzar la frontera sin gozar de la legitimidad precisa.

Los cambios de corona necesitan de un acto de autorización, que sólo se puede dar por la unanimidad de los miembros de la corona. Cuando esto se produce, los seres de la corona pretendida realizan un acto de alienación en el que se autoinmobilizan y ven las cosas desde el interior de sus cuerpos sin poder intervenir durante el breve espacio de tiempo en el que el invitado pasa a integrarse en la corona, de forma definitiva. La alienación se rompe en el momento en el que cesan las condiciones que la provocaron, por ejemplo, si algún otro ser pretendiera colarse en la corona. En muy pocas ocasiones el acto de alienación es unánime y, cuando eso sucede, la corona tiene un nuevo miembro.

Las coronas tienen amplio espacio para muchos seres pero, por cuestiones de bienestar, las coronas suelen mantener unos porcentajes de población por espacio determinadas, que varían dependiendo de las coronas: las centrales están casi desiertas, las exteriores superpobladas; en las coronas exteriores la hambruna es común y la aniquilación del vecino es un medio de supervivencia; esto hace que cuanto más cerca se está del centro más consideración se tiene por los miembros de la misma corona y esta situación ayuda a forjar lazos de comunidad, que apenas existen en las coronas exteriores, donde los seres son más mezquinos.

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